“¡El sistema climático es una bestia furiosa y la estamos picando con palos!”, dice el doctor Wally Broecker, uno de los principales expertos mundiales que estudian el rol de los océanos en el cambio climático. El último reporte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC por sus siglas en inglés) es una advertencia a la humanidad sobre los posibles escenarios si no se aborda la crisis. Aunque todavía falta mucho por entender, Quito también se verá afectada.

Sin duda, el reto planetario es claro: debemos eliminar las emisiones de gases de efecto invernadero producidos por los combustibles fósiles a más tardar hasta el 2050 —mejor si es hasta el 2035—, y revertir el impacto ambiental negativo de los sistemas productivos. 

De no hacerlo, ponemos la civilización como la conocemos en riesgo, ya que una muy posible trayectoria nos lleva a un planeta con 3 grados Celsius más que es incompatible, fisiológicamente, con la capacidad del cuerpo humano para adaptarse a escenarios de más de 35 grados Celsius y altos niveles de humedad dejando amplias zonas del planeta casi inhabitables, incompatible con los sistemas agroalimentarios globales y con el actual ciclo del agua, además de producir eventos climáticos extremos y la subida del nivel del mar.

A pesar de que la contribución del Ecuador en cuanto a emisiones netas de gases de efecto invernadero es únicamente del 0,15% del total global, lo cual es casi marginal (y por tanto resolver la crisis climática no está en nuestras manos), como quiteñas y quiteños debemos hacernos dos preguntas: primero, cómo podemos reducir nuestro impacto negativo en el ambiente y, segundo, qué debemos hacer para prepararnos. 

En el primer caso, la principal huella de carbono producida en Quito se debe a la forma en cómo nos movilizamos: el 40% de las 7,5 millones de toneladas de CO2 se generan por este motivo. Adicionalmente, la baja calidad del aire hace que más del 40 % de las personas que viven en la ciudad sufran infecciones respiratorias agudas. Es decir: no solo contribuye a la crisis climática, sino que nos hace más vulnerables.

De manera sectorial, la huella ecológica se genera en un 83% por el consumo en hogares, donde el consumo de alimentos, el transporte y los bienes son los más altos porcentajes asociados a esta. 

A esto se debe sumar la alta demanda de agua per cápita en Quito, que es 4 veces más que lo recomendado por la OMS (50 litros por persona por día). Se estima que esta huella puede duplicarse por el consumo de productos que requieren de alta cantidad de agua en su producción. 

Si bien es cierto que el Ecuador no está en la lista de países con un posible estrés hídrico a corto plazo, estudios indican que el desfase entre la oferta y demanda de agua podría afectarnos de manera importante, más aún cuando cerca del 50% del PIB depende en mayor o menor medida de la producción de agua de los ecosistemas altoandinos. Esto muestra que debemos ser mucho más estratégicos en el aprovechamiento de los recursos para poder satisfacer nuestras necesidades.

En el segundo caso, lo que debemos hacer para prepararnos es más urgente. Los más afectados van a ser los más vulnerables: más del 8% de la población quiteña vive en situación de pobreza; cerca del 3% en situación de extrema pobreza y 7% en pobreza multidimensional. Su distribución en el territorio es heterogénea y este hecho también permite entender dónde ocurren las interseccionalidades. Por ejemplo, las madres solteras se concentran principalmente en el centro y centro sur de la ciudad. A esto se puede agregar otros factores que influyen en el ciclo de la pobreza, donde los dos focos más importantes de desnutrición crónica infantil, que superan el 38%, ocurren en el noroccidente y suroccidente de Quito.

Al mismo tiempo, la ciudad podría verse afectada por diversas amenazas, entre esas terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones, incendios forestales y deslizamientos de tierra, las tres últimas amplificadas por el cambio climático. 

De igual manera, todas ellas pueden afectar de manera distinta a la ciudad, en cuanto a ubicación e intensidad, ya que hay zonas que se ven mayormente afectadas que otras. Muchas veces estas amenazas ocurren donde existen asentamientos precarios. Como consecuencia, al estimar el Municipio de Quito que el 60% de las viviendas en la ciudad tiene algún tipo de vulnerabilidad física y esas vulnerabilidades se distribuyen en diferentes zonas de la ciudad, la ocurrencia de un evento catastrófico podría no solo dañar o destruir viviendas, sino también golpear directamente la vida de quienes tienen poca responsabilidad por la crisis climática.

El problema es multidimensional y, por lo tanto, el reto es muy complejo. Ventajosamente, existen muchas de las soluciones necesarias: desde la agricultura regenerativa a estrategias de reducción de demanda de energía, a la restauración de ecosistemas o al rediseño de los sistemas de producción para eliminar los desechos. 

Sin embargo, debemos asegurarnos de que estas soluciones estén alineadas con los principios que permiten que los ecosistemas nos provean de agua, alimentos o regulación de la temperatura de manera continua y, de manera general, que contribuyan a la conservación de los sistemas de soporte de vida en el planeta. Debemos también tener en cuenta que hay otras soluciones que intentan distraernos y que evitan que se tomen las medidas que son necesarias hoy, como las tecnologías de emisiones negativas, que es muy difícil, por no decir imposible, que se desplieguen en la escala necesaria.

Mientras la degradación ambiental originada en la ciudad debido a las altas demandas de recursos debilita la primera línea para enfrentar la crisis climática: la naturaleza y los ecosistemas, lo cual debe ser revertido, la construcción de una Quito resiliente precisa desarrollar mecanismos que respondan estratégicamente a las amenazas que ciernen la ciudad y las vulnerabilidades crónicas con las que convive. 

Las soluciones deben ser multisolving —es decir abordar varios problemas al mismo tiempo. Por ejemplo, la mejora de las viviendas y el hábitat para lograr calidad y seguridad puede ser una gran oportunidad para reducir las brechas espaciales y sociales, al mejorar sus condiciones de vida y acceso a servicios de calidad. 

Al ocurrir esto en los nodos donde se originan la mayoría de los viajes, al estar conectados con alternativas bajas o cero emisiones, puede ayudar a reducir la huella de carbono relacionada a la movilidad, además de reducir la inseguridad alimentaria al facilitar el acceso a alimentos. A lo largo del camino, estos procesos deben ser altamente participativos, asegurándonos de que nadie se quede atrás y que se incluya a quienes han sido tradicionalmente excluidos y a quienes no tienen voz.

Vivimos en una década que definirá qué tan bien preparados estaremos para navegar por un terreno inexplorado por la humanidad. Tenemos la posibilidad de asegurar que este viaje sea seguro, mientras, ojalá, el planeta estabiliza el clima, la naturaleza se recupera y el bienestar humano florece en igualdad para todas y todos. Solo una perspectiva humana del cambio climático, incluyendo empatía y compasión, permite arremangarnos las mangas y contribuir con la velocidad y en la escala necesarias.

David Jácome

Director Metropolitano de Resiliencia en el Municipio de Quito.

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