Andrea*, una mujer de 22 años, es una de las más de 2,8 millones de personas que viven en Quito, la ciudad más poblada del Ecuador. En sus cuencas, montañas y valles las casas se pierden en el paisaje y otras que están al borde de las pendientes con construcciones precarias, confluyen realidades intersecantes pero desiguales. Por ser el centro político, administrativo, económico del país, atrae a grandes flujos migratorios principalmente de las áreas rurales, pero también internacionales. Este amplio espectro ha hecho que Quito sea una ciudad inequitativa —incluso superando, ligeramente, en 2019 a Guayaquil (que tradicionalmente la ha superado en esa métrica), según el Informe de calidad de vida 2020 Quito cómo vamos, una iniciativa de seguimiento y evaluación de la calidad de vida en la capital ecuatoriana.

El mismo informe dice que el 6% vive en una casa propia pero que la sigue pagando. El 47% vive en una vivienda que es propia y que está pagada. El 14% vive en una vivienda cedida o prestada. De ese total, el 6 % de los hogares capitalinos vive en hacinamiento y en su mayoría son las personas que arriendan, según información del Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) hasta diciembre de 2020.

Andrea* vive hace dos años en Quito en el sector del Comité del Pueblo, al norte de la capital, donde llegó desde Venezuela. El Comité del Pueblo es un pequeño laberinto en el que miles de casas grises están pegadas unas a otras, casi no hay aceras y los parques son auténticos bloques de cemento, donde las personas únicamente pueden jugar fútbol o básquet. Ella habita un departamento de dos dormitorios, en el que también viven sus dos hijos —de uno y cuatro años—, su esposo, sus padres, y su hermano.

En un cuarto duermen sus papás. En el otro, ella y su familia. Su hermano duerme en la sala, porque no hay más espacio. Entre las tres personas que trabajan, logran pagar 120 dólares más los servicios básicos, pero ninguno tiene un empleo fijo. Según el INEC, una persona vive en hacinamiento cuando más de tres duermen en un solo cuarto. Vladimir Tapia, Secretario de Vivienda y Hábitat del Distrito Metropolitano de Quito, dice que los sectores más sobrepoblados de la ciudad —y donde existe hacinamiento son— Solanda, el Comité del Pueblo, La Bota, Calderón y Pomasqui.

En ellos, hay densidades poblacionales brutas que superan los trescientos cincuenta habitantes por hectárea, una densidad que no es ideal para la estructura urbana que tiene Quito. “Hay otras ciudades en el mundo que superan esas densidades poblacionales y la calidad de vida sigue siendo buena como Barcelona, Nueva York o París”, dice Tapia. Allá puede haber cuatrocientos habitantes por hectárea pero no se compromete la calidad de vida, porque las ciudades sí fueron planificadas considerando su infraestructura urbana.

En el caso de Quito, no. Menos en zonas como el Comité del Pueblo, “donde se puede encontrar pasajes peatonales de tres metros o menos, los accesos a las viviendas son vías de menos de ocho metros. Además, no hay áreas verdes, no hay espacio público en la calzada o en la acera”, explica Tapia. “Por ello, también se puede hablar de un hacinamiento por la estructura y la falta de servicios que presta la ciudad”.


Andrea vende arepas por la mañana en la pileta del Comité del Pueblo, Guillermo, su esposo, trabaja en las plataformas de delivery entregando comida, y su papá ayuda en una carpintería. Ella dice que la casa es antigua y en las paredes hay mucha humedad, pero que los dueños no les han dado ninguna solución y tienen que soportar la situación porque para ellos no es posible cambiarse de casa ya que es muy difícil que les alquilen un departamento por su nacionalidad.

“En Quito hay una mala política habitacional”, dice Gustavo Endara, profesor de la Maestría en Urbanismo de la Flacso, pues “se sigue pensando en construir viviendas de bajo costo con los modelos de ahorro o de crédito”. Sin embargo, según él, este modelo de solución habitacional ha demostrado ser muy deficiente. “Lo poco que se hace no está dirigido a las familias pobres que usualmente no son sujetos de crédito y no tienen capacidad de ahorro”, dice Endara. “Frecuentemente, son las clases medias las que disfrutan de estos beneficios, que aunque se merecen una política habitacional, provoca que las familias más pobres queden totalmente excluidas y sean secuestrados de otros mecanismos informales de producción de hábitat popular, como las ventas ilegales de tierra”, afirma. El informe de Quitó cómo vamos cita un diagnóstico del Municipio de 2009 que determinó que existían 439 asentamientos ilegales. La mayoría, en Calderón y Quitumbe. Sin embargo, no existe una cifra concluyente de cuántos barrios han sido regularizados hasta la actualidad porque los datos existentes se contradicen entre sí.

Según Quito cómo vamos, en 2019, el coeficiente de Gini —que mide la desigualdad de ingresos entre los rangos del 0 al 1 (0 es una perfecta igualdad, todos tienen los mismos recursos, y 1 significa la perfecta desigualdad, donde una persona tiene todos los ingresos y las demás ninguno)— el de Quito fue de 0,462. La cifra está por debajo de la media nacional (0,473), pero por encima de la de Guayaquil, que ese año tuvo 0,401 y que habitualmente la había superado. “Al ser metrópolis, existe un flujo migratorio constante porque las personas que emigran buscan oportunidades en estas ciudades, donde se capturan las rentas económicas”, dice la economista y docente de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Guayaquil, Diana Morán. En definitiva: los índices de ambas ciudades son menores al nacional, pero no significa que sean menos inequitativas.

En el caso de la capital, pesa menos la desigualdad de ingresos porque concentra el aparato burocrático del Estado, lo que hace que los ingresos laborales de los trabajadores sean menos dispersos. Sin embargo, el problema radica en que estas personas no tienen los recursos económicos suficientes para vivir en estas ciudades y por lo general, se concentran en las áreas urbano marginales donde las viviendas no tienen todos los servicios básicos.

En muchas ocasiones, están en mal estado, el trabajo es precarizado, no tienen un sistema de alcantarillado, ni escuelas, hospitales o parques cerca. “Estos flujos polarizan los ingresos y la desigualdad es más evidente”, dice Morán, quien afirma que para entender la realidad del país y de Quito es importante comparar otros índices como el de pobreza por necesidades básicas insatisfechas (NBI) —que es cuando una persona que pertenece a un hogar con carencias en la satisfacción de, al menos, una de sus necesidades básicas como calidad de la vivienda, hacinamiento, acceso a servicios básicos, a educación y capacidad económica. Según la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (ENEMDU), a 2018, la pobreza por NBI en Quito era de 26,2%. Sin embargo, Morán dice que estas cifras son previas a la pandemia del covid-19 y las actuales “seguramente” son más altas.

Según Vladimir Tapia, el crecimiento informal de la ciudad genera inequidad espacial, que se manifiesta en la aglomeración de equipamientos y servicios en algunas zonas —como transporte, servicios básicos, vías y veredas en buen estado, entre otras. Esto repercute en el valor del suelo y hace muy difícil poder acceder a una vivienda digna a precios asequibles, por lo que la gente se ve obligada a vivir en los sitios de riesgo o en las periferias, lugares donde se realizaba la producción agrícola o servían para proteger el ecosistema.

Esta realidad es parte del ciclo vicioso de la venta ilegal de tierras y sus consecuencias sociales y personales. Endara explica que la venta ilegal de las tierras es un proceso que siempre ha existido en la ciudad porque el precio de la tierra cerca del hípercentro (la zona que concentra la mayor cantidad de equipamiento urbano público y privado, fuentes de trabajo, y turismo en Quito) es demasiado alto —el metro cuadrado puede llegar a costar hasta 3.000 dólares— para una persona de escasos recursos, quienes buscan vivir en zonas más alejadas de la ciudad. Es ahí cuando los traficantes de tierra se aprovechan porque juegan con las ilusiones de las personas de tener su vivienda propia. Durante años les “chupan el poco dinero” que tienen para supuestos trámites del terreno o arreglos que se deben hacer en el sector, que pueden tardar más de una década en regularizarse.

Con el paso de los años, estos terrenos no solo albergarán a una sola familia, sino a un núcleo ampliado, como es el caso de Camila, una joven de 24 años que vive en el Comité del Pueblo y vive en un edificio de 5 pisos. Cuenta que ese terreno lo compró su abuela hace más de cuarenta años y con el paso de los años cada uno de sus tíos ha construido ahí su departamento.Ella vive ahí, junto a sus padres y sus dos hermanos. Sus otros cuatro hermanos vivieron ahí, pero han ido saliendo de la casa.

Endara dice que en Quito entre el 60% y el 75% de las viviendas son autoconstruidas. Esto, dice, es un “cóctel explosivo” en caso de un desastre natural. Es un problema grave en las casas que no cuentan con diseños técnicos mínimos. Esto, sumado a un componente topográfico de pendientes y un entorno volcánico, podría resultar devastador. El arquitecto y urbanista John Dunn explica que las edificaciones autoconstruidas son un peligro para la ciudad porque son construidas a partir de conocimientos empíricos y no técnicos. “No tienen estudios que son fundamentales”, dice Dunn. Por ejemplo, explica, hay normativa de suelos donde se detalla el factor sísmico y geológico y se advierte del peligro de construir cerca de quebradas y pendientes. Además de las condiciones del terreno, importa la estructura de la casa, que es el sostén de la edificación, y sus cimientos.
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Para solucionar este problema, afirma Tapia, el Municipio de Quito está implementando un nuevo modelo hacia una ciudad policéntrica, que intentará repartir de una manera más justa a los equipamientos y servicios urbanos, de una manera ordenada y formal. Al tener los servicios más cerca, se podrá solucionar uno de los principales problemas de la ciudad que es el transporte, ya que las personas se podrán desplazar a pie o en transporte público sin necesidad de movilizarse al hipercentro. Esto es lo que se llama ciudad compacta. Sin embargo, llevar a cabo el nuevo modelo de desarrollo territorial no es rápido, se estima que puede tomar desde veinte a cincuenta años en consolidarse, tal como sucedió con la centralidad del hipercentro La Carolina, que tomó cuarenta años.

La planificación de la ciudad es importante. Actualmente, producto de la gravísima crisis social, humanitaria y económica que vive Venezuela, Quito recibe un alto flujo de personas migrantes que llegan desde ese país. “Se puede considerar que será un fenómeno temporal”, afirma Endara, pero insiste en que los flujos migratorios, en una ciudad como Quito, van a existir siempre. Quito debe estar preparada. De lo contrario, se produce el crecimiento informal hacia las periferias y zonas rurales de la ciudad y se van formando barrios completos “con viviendas autoconstruidas, pero sin calidades técnicas de diseños estructurales y de diseños arquitectónicos”.

Gabriela Vacacela, arquitecta y máster en planificación territorial y gestión ambiental, dice que en el país también se puede pensar en un modelo de organización social para combatir el tráfico de tierras, “porque es un es como un contra sistema frente a la mercantilización de la vivienda”. En Uruguay, por ejemplo, existe lo que se conoce como la “autoconstrucción cooperativa”— es el método en el que las personas eligen construir sus casas pero con un acompañamiento o asesoramiento técnico—,una forma viable de solventar el acceso a vivienda de forma segura. Endara dice que en la ciudad se juega a la libre y la tortuga. “La tortuga es el Estado (la Alcaldía o el gobierno) y la liebre es la necesidad de una vivienda”. Cómo el Estado no es capaz de dar una solución, “debe ser creativo y aprender cómo funcionan estas mafias, en cuanto organización, y sacar lo positivo para producir viviendas que sean de calidad”, dice Endara. Sin embargo, Dunn advierte que esto podría volverse peligroso si los ciudadanos entendiesen la propuesta como una falsa luz verde para que se construya en zonas inadecuadas.

En última instancia es necesario aspirar a frenar el crecimiento expansivo suburbano que genera impactos negativos: al vivir la gente más lejos, está obligada a comprar vehículos particulares que aumentan la huella ambiental por su uso. Al Municipio, le significa gastar grandes cantidades de dinero en dotar de vías, líneas madres de agua potable, alcantarillado, electricidad, a esos sectores. Además, hay un impacto social en esa expansión: la creación de más de las denominadas gated communities (ciudadelas cerradas) que, al no generar comunidad, matan el concepto de barrio y hacen que se pierdan las tradiciones.
Andrea espera que las cosas mejoren este año porque la crisis sanitaria provocada por el Covid-19 deterioró su estilo de vida, aunque reconoce que en los últimos meses las cosas han mejorado un y obtienen más recursos económicos para gastos de alimentación, comida y salud, principalmente para sus hijos.

Desde marzo de 2020 en su departamento pasan encerradas siete personas por lo que todos los días Carolina intenta sacar a sus hijos al parque para que se distraigan y donde habitualmente se reúnen los moradores del Comité del Pueblo para practicar deporte, escuchar música y conversar un poco, aunque este lugar le permite distraerse su realidad no compensa la la precariedad en la que habitan y los abusos de su arrendatario que aunque le ofrece todos los meses que arreglará la humedad en las paredes cuando cobra el arriendo, pero que jamás cumple con sus obligaciones para que la casa esté en buenas condiciones, por lo que Carolina y su familia se las ingenian para arreglarla porque saben que por el momento no tienen otra opción.

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Liz Briceño Pazmiño

(Ecuador, 1989). Periodista. Ha cubierto temas de economía y consumo en la Unión Europea. Cubre temas de menores migrantes no acompañados y de desplazados en Ecuador.